viernes, 9 de septiembre de 2016

Cojo el móvil para enviar un mensaje o buscar algo y siento que no encaja en mis manos, que se me resbala de una forma más metafórica que literal, que no hay nada dentro de ese pequeño artefacto que valga la pena porque siento que no me pertenece. Que nada de lo que tengo me pertenece ya, ni mis anillos, ni mis collares, ni mis blusas ni pantalones, ni esta página maldita ni los libros que poseo. Nada. Y mientras que es fácil entender por qué estoy atrapada dentro de esta disfuncionalidad, porque no soy la misma chica de dos meses atrás, no consigo volver a ser yo. Cada vez que lo intento, que estoy a punto de atravesar el día entero siendo yo, intrínsecamente yo, una personalidad o la otra se las ingenia para encontrar el vacío legal para estafarme y cuando me doy cuenta, mi reflejo ha dejado de trasmitirme confianza y los relojes han vuelto a cero. No quiero detenerme a reflexionar sobre lo enfermo que es verme a mí misma como una, dos, tres personas. No quiero detenerme a examinar si estoy en control de mis problemas o si mis problemas están en control de mí. No quiero asfixiarme en este abismo cargado de ansiedad y odio, rabia y desprecio hacia mí misma. Quiero volver a sentir que me pertenezco, que corro al mismo paso que el tiempo y que me merezco salir, disfrutar y, joder, no sé, respirar, vivir, crecer. 

Siempre todo se reduce a kilos. Los kilos literales y los kilos metafóricos, ambos te atrapan y te anclan a la esquina de una habitación oscura.